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Una sociedad voyeur rodeada de imágenes chatarra. 

A propósito de la realidad disminuida de Nina Kovensky 

 

Por Esteban Rodríguez Alzueta

 

 

 

Una cosa lleva a la otra, esa suele ser la lógica de la casualidad. La música del azar no está hecha de causa y efecto sino de posibilidades. Ojeando un libro que reúne escritos, manifiestos y consignas de Banksy me detengo en una de las pocas imágenes que tiene. No queda claro si pertenece a Banksy, sospecho que sí porque el libro lleva su nombre, pero como sus intervenciones están hechas apelando al cut and paste de los viejos situacionistas, sus performances aerosoladas constituyen un asalto a mano armada a los lugares comunes que, de tan obvios que son, no solamente dejamos de verlos sino que empezamos a caer bajo su influjo, sobre todo cuando se transforman en mercancías encantadas. La propiedad, entonces, se dispone para ser saqueada, intervenida, parodiada. Eso incluye, por supuesto, las obras del resto de los artistas. Por eso nunca sabemos si estamos frente a una obra de Banksy. A medida que Banksy se multiplica y se cargan muchos grafitis a su cuenta, sus pinturas y pastiches se vuelven apócrifos y él más enigmático todavía. Por ahí Banksy no es un nombre sino un verbo, una forma de capturar lo real y correrlo de su lugar para hacerlo visible.

En una historieta que los editores atribuyen a Banksy observamos en los primeros recuadros a tres escultores tallando una enorme masa de piedra. Sospechamos que no están haciendo socialismo, que hay uno que dirige y el resto se dedica a hacer el trabajo grueso. En el tercer recuadro la escultura está siendo arrastrada con la colaboración de unos cuantos hombrecitos. El artista ha tenido que contratar a más gente o son la cuadrilla que le mandó el intendente. La escultura ya está en el centro de la plaza, envuelta en grandes sábanas. Hay mucha gente a su alrededor, estamos en el momento exacto cuando los artistas van a destapar la obra y sus amigos aplaudirán después de escuchar las palabras del gran curador. En el último recuadro toda la gente se ha rendido a los pies de la estatua. El prócer no empuña un arma y tampoco está subido arriba de un caballo, son tres cámaras de videovigilancias que abarca el radio completo de 360 grados. No se trata de un panóptico, porque acá el que nos mira nos está diciendo que nos está mirando. Hay una palabra que sintetiza la escena: agalmatofilia, amor hacia las estatuas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Le mando la historieta a la artista Nina Kovensky y me responde que la estatua dibujada se parece a una obra monumental del artista y activista chino contemporáneo, Ai Wewei que me manda enseguida por WhatsApp. Se trata de “Surveillance camera sculpture pedestal” (Cámara de vigilancia sobre un pedestal), realizada en 2015 y es una copia de una de las cámaras que instalaron frente al estudio de Ai Weiwei en Beijing. Una crítica de arte agrega: “Todo un ejemplo de maestría de los maestros que tallan el mármol de forma tradicional. Además, el material se asocia simbólicamente con la riqueza y el poder (material con el que también están construidos la Ciudad Prohibida y el mausoleo de Mao en la Plaza de Tiananmen.” La crítica evita ver la sociedad de vigilancia y al situarla al lado de monumentos hechos en otras capas históricas, la deshistoriza. De hecho la obra está expuesta en un museo de arte contemporáneo –que el lector elija el que quiera del circuito destinado al mainstream contemporáneo- que imaginamos debe estar rigurosamente vigilada por unas cuantas camaritas a su alrededor mientras los turistas se pavonean a su alrededor sacándose fotos sin flash. La escena es por todxs conocida. Banksy, que es una suerte de Diógenes contemporáneo, hace crítica de arte a partir de la forma en que decide mostrar y a quién. Los artistas “críticos” insertos en el mercado del arte no sólo hacen plata con su comprometidísima crítica, sino que contribuyen a reproducir la lógica del copyright que necesita ser rigurosamente vigilada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quiero hablar de una obra de Nina Kovensky, ahora dedicada precisamente a las cámaras de vigilancia, que mostró en 2018 en el barrio joven de arteBa, en el espacio de la galería cordobesa El gran vidrio, pero también en la Universidad Torcuato Di Tella, en Galería NN, en el Salón Nacional de Artes Visuales, el Museo Castagnino MACRO. La obra se llama “Realidad Disminuida”. Dice Nina: “es un conjunto indefinido de cámaras de vigilancia realizadas una a una reciclando espejos, cada pieza tiene un diseño diferente”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En los últimos años Nina invirtió tiempo e imaginación en performances en espacios públicos, preferentemente en medios de transportes, a las que llamó “interferencias”. Esas performances, sospechamos, fueron también rigurosamente observadas en vivo y en directo por la tecnología que en las últimas décadas fueron invadiendo el espacio público. En efecto, el espacio público es un lugar escaneado, rastrillado, recortado, ampliado y testeado con las cientos de cámaras de vigilancia que alimentan nuestras dosis de seguridad diaria. Cuando la inseguridad se dispone para ser prevenida, y todos reclamamos a los funcionarios que inviertan en la prevención del delito callejero y las transgresiones que orbitan el delito (los grafitis, el merodeo, las peleas, las juntas de jóvenes), la ciudad, sobre todo el centro de la ciudad, las áreas gentrificadas, las zonas bancarias, se llenan no solo de más policías sino de más camaritas de vigilancia. Las cámaras se volvieron parte del paisaje urbano. Nadie sabe si nos están mirando, porque a lo mejor, como dijo Banksy “Ellos dicen que el gran hermano te está mirando. Pero probablemente el gran hermano está mirando video de chicas rusas en la pantalla de al lado”.

La tecnología de visión es una tecnología sobredimensionada pero muy sublimada por todos. Como cualquier tecnología contemporánea está hecha con obsolescencia programada, de modo que las camaritas tienen fecha de vencimiento. Las imágenes que trasmiten van perdiendo calidad, se van pixelando, volviendo fantasmales. Pero eso no interesa, lo importante es que tengamos uno de esos adminículos en la esquina de casa, en la parada donde tomamos el bondi todas las noches, en la plaza donde llevamos a pasear al perro, en la puerta de los bancos. Un montón de información aparentemente inútil se va acumulando, imágenes chatarra que estarán a disposición de aquellas  autoridades o empresarios con imaginación. El Estado voyeur invierte mucho dinero en mirar lugares donde nunca sucede nada porque precisamente se trata de lugares sobreasegurados. Porque al lado de la camarita de vigilancia que puso el intendente, está la policía comunitaria haciendo rondines, los agentes de seguridad privada estaqueados como granaderos en la puerta del negocio, los cartelitos de botones antipánico y todos nosotros relojeando al que tenemos al lado por temor a ser tocado. Y todo esto mucho antes del Covid19. 

Las cámaras de Kovensky están hechas de espejos, muchos espejos, que nos permiten proyectar nuestras zonas prohibidas, donde se cuece el resentimiento. Espejos que reflejan la imagen de espanto que el temor fue tallando sobre nuestros rostros. Por eso lo único que vemos a través de ellas son los fantasmas que nos asedian y que, poco a poco, nos van encerrando. De hecho, las cámaras están hechas también con rejas, imágenes que enjaulan, dispuestas a encerrar las miradas que se ganen.   

Miramos con el peso de la cultura y la nuestra está hecha de mucha vigilancia y difamación. No sabemos dónde termina la curiosidad y empieza la intromisión. El fisgoneo se confunde con la intrusión. No solo lo privado se volvió público sino que lo público se vuelve privado cuando los funcionarios albergan y luego disponen de las imágenes que recogen sin protocolos. Nadie sabe qué sucede con esas imágenes y tampoco tomamos consciencia de la manera en que nuestra vida puede estar siendo  monitoreada en tiempo real. Son imágenes que se multiplican en más imágenes, en el simulacro bizarro, voyeur de la televisión. De hecho, cuántas veces vimos que las imágenes terminan en algún programa periodístico para hacernos reír o indignar con la desgracia ajena. Tal vez no haya una causa judicial que visione y controle aquellas imágenes, pero con la televisión encontrarán una audiencia devota de la intimidad del otro que necesita imágenes para aventurar un veredicto apasionado. Como señaló Gay Talesse en su libro El motel voyeur: “El Gran Hermano ahora se ha incorporado a nuestras vidas, a nuestras opiniones, a nuestros procesos mentales. Nos graban electrónicamente a todos en dispositivos que poco comprendemos. Solo sabemos que están allí”.

Si las cámaras y las imágenes que trasmiten tienen fecha de vencimiento, entonces las cámaras serán presentadas con desechos. Nina Kovensky construye sus cámaras con latitas de gaseosa usadas. La policía se mueve por la ciudad como los cirujas, mirando los recovecos, prestando atención a los desechos de la ciudad. Ahora bien, si son chatarra que no se note, porque las cámaras que eligió están sponsoreadas también (Pepsi o Coca Cola). El logo es la expresión del carácter fetichista de las mercancías, un estilo que las encanta, les permite cobrar vida propia y ejercer una presión sobre nuestros modos de pensar, sentir y hablar. Hay diferentes escalas vigilancia, algunas más sofisticadas que otras. Y Nina quiere llamarnos la atención sobre aquellas otras formas de vigilancia que se activan con nuestro consumo voyeur. Cada uno de nuestros desplazamientos en la red será vigilado, traducido a un algoritmo que dirigirá nuestros consumos diarios, nuestras opiniones. Puede que las camaritas sean una tecnología obsoleta. La vigilancia llega con la autovigilancia, cuando usamos la telefonía celular con GPS vamos dejando rastros sobre cada uno de nuestros movimientos. Ya no hay necesidad que nos miren porque todo el tiempo nos estamos mirando cuando pispeamos al otro.  

Las cámaras de vigilancia, entonces, son la metáfora mayor para explorar nuestra vida cotidiana, hecha de vigilancia y delación, es decir, con mucho stalkeo y grooming, pero también con mucho ciberpatrullaje. Nina recompone las cámaras a través de espejos. Imágenes que están para devolvernos una imagen distorsionada, enloquecida. Porque como en un juego de espejos, las imágenes chocarán entre ellas y las imágenes que nos devuelvan estarán interferidas también. En última instancia, lo que veremos será la imagen nuestra encadenada que va disminuyendo cuando se aleja a medida que crece nuestro vértigo. Ya lo dijo Buster Keaton: cuando uno mira el mundo por el ojo de una cerradura verá una tragedia, pero cuando ampliamos el marco plano observará una comedia. Y eso es precisamente lo que hizo Nina, tomar distancia y mirar de lejos para enfrentarnos a las  fobias que escondemos debajo de las máquinas de visión. 

 

 

 

 

Nina Kovensky (Buenos Aires, 1993), cursó en 2011 la Beca Proyectarte dirigida por Eva Grinstein y realizó su primer muestra individual “Mi primer trabajo, mi primera muestra en Isla Flotante”. Durante el tiempo que residió en Córdoba, realizó clínica de obra con Aníbal Buede. Allí realizó junto a su padre la exposición “Equilibrio Inestable” en la galería El Gran Vidrio en 2016. En 2017 cursó en Buenos Aires del Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella. Ese mismo año, obtuvo una beca de formación del Fondo Nacional de las Artes para filmar el documental “Que Aparezca Maresca”, el cual realizó con la ayuda de Mic Ritacco. También organizó la muestra  “Klapaucius”,  curada por 141 personas en la galería Isla Flotante. En 2018 su proyecto especial “Realidad Disminuida”, presentado en el espacio de su galería El Gran Vidrio, fue ganador del Premio en Obra otorgado en Barrio Joven de ArteBA. Actualmente cocina con Lucia Reissig para Caterine Ful Lov, un proyecto de comida ambulante.

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